No tengo ambiciones, debería tenerlas. Hay gente que vive tras su Moby Dick. Yo vivo en un mundo centrífugo. Pienso que el 99% vive de forma inconsciente como animalitos, que, a medida que crecen, adoptan los comportamientos necesarios para relacionarse con el resto del rebaño. La animalidad humana me desespera. "Los rostros de los hombres, cuando se mueven, adoptan las diferentes formas del vacío", leí en alguna ocasión, y creo que es un acierto. Sin embargo, los envidio por su simpleza, envidio la capacidad de algunas personas de sonreir así fácil, de empezar una conversación, de socializar en la micro, en el metro, que conversa con el vecino, con el señor de la panadería. Yo tengo que ir al médico y no tengo ganas de hablar ni con el médico, de explicarle, de describirle mi yo enfermo.
Eso de que hay gente que vive con una buena estrella tiene que tener algo de verdad verdad. No justifico la "mala" suerte ni hago traspaso de la responsabilidad del fracaso cuando me ha tocado, pero si siento que la "suerte", que si creo se manifiesta más para algunos q para otros, a mi no me ha seguido muy de cerca.
Entonces, la mezcla de la mala toma de decisiones + la poca suerte, ha sido el combinado que en mayor cantidad me he tragado desde que más o menos recuerdo. De ahí entonces viene mi otra reflexión respecto a en qué momento uno aprende, o internaliza, que NO debe seguir por la ruta de la equivocación. En fin.
Mi amigo Serge me hizo recordar de un evento infantil que podríamos señalar como la inauguración de la forma en que enfrento todas las situaciones temblorosas de mi cosa diaria.
Cuando tenía como 10 años me encantaba andar en skate (*). Como vivía en un cerro, pasaba todos los días (porque en esa época uno callejeaba de lunes a lunes sin asco), subiendo y bajando el cerro y, por supuesto, por lo menos me daba dieciocho porrazos diarios. Al final de mi pasaje había una casa en cuya reja pasábamos ensartados, algunos con mayor gravedad que otros, pero la cosa es que un día la señora dueña de la casa se apestó de nosotros e instaló un cerro de ripio que se fue esparciendo con los días y los aterrizajes, hasta que en algún momento las piedras se enredaron en mis ruedas delanteras sin que yo pudiera desviar la trayectoria y el frenazo me hizo aterrizar de guata en el cerro de piedras que, a esas altura, ya quedaba como a 2 metros del lugar donde mi patineta había colapsado. En realidad, no caí directamente de guata, sino que de "rodillas", y como fue tan fuerte el impacto me enterré una piedrecita tan profundamente que no hubo caso de sacarla en ese momento.
Mi mamá vivía peleando conmigo por la costumbre de andar "marimacheando" con los niñitos del pasaje, porque llegaba toda empolvada, rompía pantalones, zapatillas, y por supuesto pasaba moreteada y rasguñada. Para que no me retara, no le dije nada de la piedra y así pasaron como mil días en que el dolor se hacía cada vez más terrible y yo ahí, piola, no le decía ni a mis amiguos, ni compañeras, ni nada el asunto de la piedra enterrada.
Había noches en que el dolor era tan fuerte que yo rezaba para que al otro día despertara y todo fuera un maldito sueño. De hecho, me acuerdo de que pasaba durmiendo porque era la única forma de no sentir esa rodilla que tenía vida propia, latía y mascaba para adentro. De hecho, no me miraba la pierna; si por casualidad me pasaba a llevar, tragaba saliva y listo. Hice el mayor esfuerzo del mundo por convencerme de que eso no estaba pasando.
Un día amanecí con la pierna tiesa. Ese día había que, para más remate, jugar un partido de basquetball con unas pendejas de otro colegio. En el camarín, mis compañeras quedaron espantadas con mi rodilla infectada que olía a infierno y ardía como el infierno también. La profe me mandó a la enfermería, y ahí mandaron a llamar a mis papás, que terminaron conmigo en una microcirugía para sacarme la piedra, remover el pastrami que se había armado alrededor y estrujar todo lo líquido putrefacto que chorreaba abundantemente.
Lo que no recuerdo es el sermón que seguramente mi mamá me dio, seguramente durante horas, seguramente mientras yo pensaba en lo abundante de mi dolor de rodilla y que seguramente llevé a lo más alejado de mi conciencia para no recordarlo. Tanto es, que había olvidado el origen de la cicatriz de mi rodilla.
Reconozco que tengo facilidad para ocultar las cosas que me duelen, transformarlas tal vez, en ganas de dormir, de apagarme, de drogarlas, embriagarlas, etc. Me irrito, me idiotizo, espanto a la gente. Las cargo, no se si con valor, es más temor al dolor post-operatorio, al sermón, al malrato, sabiendo que eso es siempre menor q la infección y el cáncer que termina por invadirlo todo. Tengo facilidad para meterme en problemas, para hacer lo que yo quiero incluso cuando todos me digan que la estoy cagando. Me cuesta salir de las cosas pencas en las que me meto sola, trato de que no parezcan tan malas, de mantenerlas, sobrevivirlas. Las causas perdidas. No asumo nada. Es que tengo poca suerte, pienso.
A lo mejor, es tiempo de dejar algunas.
(*) debo aclarar que todavia me encanta, y q en una ocasión estando en una placita con mi hija Loop de 5 años, nos robamos una patineta de amiguito X y una pendejito le dice a mi linda hija: oye tu mamá sabe andar en skate? y tan viejita??. pendejos de mierda no saben lo buena q se pone una con la experiencia. Para los deportes, digo, ja.